abr 14 12

Don Julio Caro Baroja

ABC | Francisco Fuster García

A estas alturas del calendario, los informados lectores de ABC ya habrán notado que el 2014 está siendo especialmente pródigo en cuanto a la conmemoración de efemérides literarias se refiere. Y es que 1914 fue, además de la fecha de inicio de esa «Gran Guerra» que conmocionó a Europa, el año de alumbramiento de algunos de los más importantes escritores en lengua española del siglo XX. Hablo, evidentemente, de esos dos transatlánticos de la literatura hispanoamericana que fueron el novelista argentino Julio Cortázar y el poeta y ensayista mexicano Octavio Paz, pero también de otros dos nombres ilustres: el del poeta chileno Nicanor Parra y el del narrador porteño Adolfo Bioy Casares. Un imponente bosque de especies únicas cuya frondosidad, sin embargo, no debería ocultarnos las ramas de otros árboles centenarios –acaso menos conocidos para el «gran público»– cuyas profundas raíces se hunden igualmente en el tiempo, hasta esa fecunda añada que ahora celebramos.

Entre esos ejemplares raros que solo florecen muy de vez en cuando (sobre todo en un país como el nuestro, tan poco propenso a la heterodoxia) ocupa –o debería ocupar– un lugar destacado la egregia figura de Julio Caro Baroja (1914–1995): hijo del editor Rafael Caro Raggio y de Carmen Baroja, sobrino del grabador y pintor Ricardo Baroja y del escritor Pío Baroja, y hermano mayor del documentalista Pío Caro Baroja. Y digo esto porque, si en el resto de casos citados este fervor coyuntural –una reparación parcial con la que intentamos rescatar del olvido a los que ya no están para devolverles una parte de lo que ellos nos dieron– está sobradamente justificado, tengo la sensación de que, al recordar a Caro Baroja con motivo de su aniversario, lo que hacemos no es solo un sano ejercicio de memoria colectiva, sino que es, a la vez, un acto de eso que llamamos «justicia poética».

Dar cuenta aquí de la importancia de la obra publicada por Julio Caro Baroja sería una misión imposible: por su extensión (alrededor de seiscientos registros bibliográficos) y por la riquísima variedad de temas –desde la historia hasta la antropología, pasando por la etnografía, el folclore, la lingüística o el dibujo– que suscitaron su interés y alimentaron esa insaciable curiosidad que despertó en él cuando solo era un niño. «Si tuviera que clasificar –confesaba en su discurso de ingreso en la RAE (1986)– lo que he escrito en mi vida no sabría cómo hacerlo, y preferiría no lanzarme a afirmaciones que podrían ser tan arriesgadas como las que hacían los jóvenes platónicos ante la calabaza. ¿Entra esto dentro de la Historia? ¿Es más bien Antropología? ¿O, en realidad, queda en el reino de la Nada?… A lo mejor, lo que hace uno no es Historia ni Antropología. Tampoco Nada. Sí talabartería o encaje de bolillos».

Al igual que Pío Baroja, con quien compartió «mundos soñados» y varios rasgos de carácter inequívocamente barojianos, Julio Caro Baroja fue una persona tímida e introvertida que disfrutó desarrollando su paciente trabajo de investigación –de un rigor científico y una originalidad de enfoque incuestionables– en solitario, al margen de las modas académicas y de un politizado mundo universitario en el que su libertad y amplitud de miras (deudora, en buena medida, de su cuota de formación anglosajona) nunca fueron del todo bien vistas. Y como su tío, también fue un hombre soltero, individualista y voluntariamente misántropo, que volcó su cariño en la familia (son muy sentidas las páginas que les dedica en sus deliciosas memorias, publicadas en 1972) y repartió su tiempo entre los tres escenarios –sus tres «mujeres», como las definió magistralmente en «Los Baroja»– en los que transcurrió la mayor parte de su vida. Ese Madrid callejero («la mujer legítima, a la que se a ma mucho y la que también se aborrece de vezen cuando») de una niñez vivida y sufrida; la finca malagueña «Carambuco» («la amante en la que no se pone demasiado interés, pero que es fuente de placer y de alguna bronca que otra»), que compró en Churriana a mediados de los cincuenta para buscar allí el sol y la tranquilidad; y, por supuesto, el santuario familiar de «Itzea», en l a navarra Vera de Bidasoa ( « l a madre, acerca de la cual no hay sentimientos ambiguos»), donde pasó los momentos más felices de su vida, al calor de la chimenea y rodeado de su imponente biblioteca.

Decir que su labor no fue reconocida en vida sería faltar a la verdad ( fue miembro de las Reales Academias de la Lengua y de la Historia, y se le concedieron multitud de premios, entre ellos el Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales y la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes), igual que lo sería afirmar que, hasta el momento, su obra ha tenido el eco y la difusión que a más de uno nos hubiese gustado. Aunque jamás fue un hombre vanidoso (su modestia siempre fue, en este sentido, proporcional a su saber), de los que presumen de erudición y abusan de la pedantería, supo ganarse el respeto unánime –ese «don» que antepongo a su nombre no es gratuito– de una comunidad intelectual que reconoció en él a un investigador vocacional y polifacético: a un humanista en el sentido amplio de la palabra. Seamos generosos en nuestro recuerdo y hagamos de este año 2014 la ocasión ideal para poner en valor la inmensa aportación a nuestra cultura de ese sabio que fue don Julio Caro Baroja. Pocos, como él, se lo merecen tanto.

Francisco Fuster García, doctor en Historia Contemporánea.


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